*Por José Andrés Murillo
Llama la atención que este texto tenga 10 años de existencia. Las líneas que compartimos a continuación, pertencen a José Andrés Murillo y fueron publicadas en revista Mensaje en mayo de 2009. A esas alturas aún no se desataban los escándalos que hoy conocemos, ni siquiera se hacían públicas las denuncias contra Karadima, de las que el mismo autor se hizo parte. Este texto vale la pena conversarlo y compartirlo. Agradecemos la autorización del autor.
La autoridad está en crisis. Decimos y escuchamos esta frase por todas partes. Los jóvenes no respetan a los adultos ni a sus profesores; las personas ya no respetan las instituciones, etcétera. Pero si está en crisis, se debe en gran medida a que las autoridades (los padres, los profesores, guías religiosos y otros) no saben qué es la autoridad, no saben qué se hace con el poder que poseen ni cuáles son sus límites. Con todo, si la autoridad está en crisis, es una buena noticia: tendremos que pensar en ella. Susfundamentos, sus formas y, sobre todo, sus límites. En este artículo me propongo reflexionar acerca de sus límites, especialmente cuando se transforma en poder, es decir, cuando la autoridad pasa a ser pura fuerza, violencia[i]. Lo que la hace legítima o no, desde el punto de vista teórico, va mucho más allá de las intenciones de este escrito. Durante la historia ha habido muchos fundamentos distintos de su legitimidad. La fuerza, la tradición, Dios, la ciencia, la razón, etc. Generalmente, se trata de discusiones dogmáticas o filosóficamente muy “elevadas”, incapaces de escucharse entre sí (como en toda discusión dogmática) y que nos dicen poco o nada de nuestra experiencia concreta con el poder. Sin embargo, hay un hecho que, me parece, va más allá (o más acá) de cualquier dogma acerca de la autoridad: cada vez que un niño nace, llega sin las herramientas necesarias para insertarse en el mundo, para vivir en él de manera independiente; necesita de otros que le enseñen a dar sus primeros pasos. A este hecho lo llamamos “natalidad”[ii].
El mundo
Cuando llegamos al mundo, este era un lugar totalmente extraño y alguien se hizo cargo de nosotros y nos ayudó a transformarlo en algo más parecido a un hogar[iii]. Alguien nos enseñó a movernos en él, a pedir las cosas, a hablar; después a aprender un oficio o una manera de ganarnos la vida. Alguien nos enseñó a decir “yo”: la familia (o quien haya hecho las veces de tal), las instituciones educativas y artísticas, las iglesias, etc.
No llegamos “ya hechos”, sino que tenemos que ir construyéndonos, armándonos, creándonos, junto a otros que tampoco están “ya hechos”, en un mundo que tampoco está terminado. Es un proceso que no acaba nunca (al menos en nuestra experiencia en esta vida). Nadie termina de “hacerse”. Decir: yo ya estoy hecho, terminado, significaría decir: yo ya estoy acabado, muerto.
Al mundo humano, mundo común, lo vamos construyendo (o destruyendo) constantemente. No solo el físico o arquitectónico, sino también el mundo de las relaciones humanas, el mundo espiritual. Llegar a un lugar gritando y exigiendo algo con violencia, por ejemplo, es una manera de construir un clima muy concreto, que será la manera como se les mostrará a los demás el mundo. El de un niño que constantemente es maltratado es un mundo que maltrata.
El de un niño que es querido, contenido o reconocido por su entorno, es un mundo que quiere, contiene y reconoce. Cuando vaya creciendo, ese niño podrá seguir construyendo ese mundo, podrá cuestionarlo, mantenerlo, cambiarlo o destruirlo.
Durante la vida, siempre tomamos partido ante el mundo. Este jamás es un escenario emocionalmente neutro donde transcurre la vida, sino que es un espacio que siempre está cargado de algún sentimiento, el que no solo viene de nosotros, sino que procede también del encuentro con otras personas y de las circunstancias. De ese mundo todos somos co-creadores, y ese mundo, a su vez, nos va creando a nosotros.
La autoridad
Para la integración en el mundo, necesitamos de otros que nos acompañen, nos guíen, nos enseñen y confiamos en ellos. Son los mayores, los padres, los profesores, los formadores. Ahí nace la autoridad. Los mayores tienen más fuerza, más experiencia, tienen poder, tienen autoridad. ¿Tienen autoridad? El propósito de este artículo es justamente diferenciar el poder y la autoridad. Creo que se trata de una diferencia importante al momento de analizar las relaciones humanas y hacerse cargo de ellas.
Tanto la autoridad como el poder requieren obediencia, por eso tendemos a confundirlos[iv]. Pero son distintos tanto en la motivación que los genera como en el medio que utilizan para hacerse obedecer. Y son distintos, por supuesto, en aquello que producen. Básicamente, el poder se hace obedecer mediante algún tipo de violencia, mientras que la autoridad lo hace mediante el respeto que, como veremos, es mutuo. La obediencia en el caso del poder es una reacción al miedo y en el caso de la autoridad, una respuesta de confianza.
La violencia
El poder actúa mediante la violencia. Hay que dejar en claro que la violencia no es solo física. La hay cada vez que se niega o se rechaza la dignidad de otra persona. Puede tratarse de un castigo físico, pero también la amenaza, la ridiculización, la exclusión, el encierro, incluso el silencio, son formas de violencia. Esta produce un tipo de sufrimiento, físico o espiritual, justamente porque la persona que la sufre es tratada como una cosa, una cosa que obedece. No se le reconoce su ser persona, su dignidad. En la lógica del reconocimiento mutuo, la persona que ejerce violencia sobre otra también está ejerciendo violencia sobre sí misma, pues tampoco es reconocida como persona por aquel a quien está violentando y todos necesitamos reconocernos cuando actuamos; nadie puede reconocerse a sí mismo sino a través de otro[v]. Un padre se reconoce a sí mismo, en toda su dignidad de padre, cuando su hijo le dice “papá” con respeto y admiración y no con miedo. Lo mismo en toda relación de autoridad.
El compromiso con el otro y con el mundo
Al poder no se le respeta, simplemente se le teme. Algo muy diferente sucede con la autoridad, pues surge del respeto. Este respeto, a su vez, nace del compromiso con el otro y con el mundo. La persona que ejerce autoridad y no puro poder, sabe que en su actuar está creando un mundo para la otra persona, para sí misma y para otras. Está comprometida con que ese mundo sea un espacio de reconocimiento, respeto y libertad y no de dominación, violencia y poder. El mundo jamás queda intacto con cada acción que hacemos o dejamos de hacer.
Por eso, como dice Hannah Arendt, en una relación de autoridad, la persona que obedece guarda su libertad[vi]. Podríamos incluso añadir que a través de la autoridad las personas no solo guardan su libertad sino que la incrementan. En efecto, la palabra autoridad está relacionada etimológicamente con las palabras autor y aumentar (auctor, augere). Ser autoridad significa crear, producir algo, en los otros y en el mundo. La que brota del respeto y el compromiso, crea libertad. En cambio el poder, que surge del miedo y la violencia, la reduce.
La inseguridad y el miedo del poder
Así como en el ejercicio de la autoridad hay respeto y reconocimiento mutuos, en las relaciones de poder hay miedo y violencia mutuos. El que ejerce poder tiene miedo a verse desnudado, débil, frágil ante aquellos a los que somete. Aquel que cree tener autoridad, tiene tanto miedo a perderla si se muestra débil, inseguro, que se aferra a ella transformándola en poder mediante algún tipo de violencia. El que ejerce poder le tiene miedo a aquel a quien somete. Su mirada lo debilita. Por eso no lo puede mirar verdaderamente, no lo puede reconocer. Una manera de actuar ante el miedo a la propia fragilidad es eliminando al otro.
Ante su inseguridad, el que tiene autoridad puede querer eliminar toda posibilidad de cuestionamiento por parte de aquellos que están a su cargo. Elimina esta posibilidad reduciéndolos a animales de obediencia. Un profesor que se siente muy inseguro de sus conocimientos exige a sus estudiantes obedecerle, repetir sin cuestionar. Pero este mismo profesor inseguro, en vez de obligar a sus alumnos a que repitan lo poco que él sabe, puede comprometerse en una búsqueda junto a los alumnos y transformar su inseguridad en una pregunta común, en la que él mismo está implicado.
La angustia ante la inseguridad, la falta de certezas, puede provocar una reacción violenta, pero la verdadera autoridad consiste en transformar esta angustia en una búsqueda compartida, compromiso en la pregunta. A veces, el miedo a no tener respuestas elimina la posibilidad de hacer preguntas y crea respuestas falsas. Falsas, porque no surgen de una verdadera pregunta. Eso es lo que hace el poder. La autoridad está reconciliada con la incertidumbre, con la falta de respuestas y ayuda a aquellos que están a su cargo a buscar juntos, los guía en la búsqueda sin someterlos. No es necesario que el profesor posea todas las respuestas. Puede comprometerse con sus estudiantes en la formulación en conjunto de preguntas que luego también juntos enfrentarán. Entonces, él actuará como guía y no como una máquina de respuestas.
Una madre o un padre que siempre se han sentido poco queridos, inseguros de sí mismos, pueden utilizar a su hijo para sentirse incondicionalmente queridos, lo manipulan y lo obligan a prestarles toda su atención. Lo transforman en un objeto de su propia seguridad[vii].
El hijo, el niño, el estudiante, sienten miedo de cuestionar a sus profesores, a sus padres, pues cualquier cuestionamiento se traduce en violencia hacia ellos. Se les castiga, se les prohíbe hablar, salir, se les ridiculiza públicamente[viii]. De esta manera se elimina el pensamiento crítico y la libertad y se construye un mundo de miedo y de violencia.
Todo aquel que ha sido formado en el miedo al castigo, al abandono, a la vergüenza, a la condenación, ve en la autoridad un poder, un enemigo, una violencia. En el mejor de los casos se rebelará contra ella. En el peor y más frecuente, reproducirá la violencia que ha recibido, ejerciéndola en otros más débiles que él: hijos, alumnos, subordinados, feligreses.
La pregunta contra la respuesta
Cada recién nacido trae consigo una mirada nueva y única al mundo. Esa mirada nueva se manifiesta a través de preguntas. La familia, las instituciones educativas y artísticas, las iglesias, pueden ayudarnos a formular estas preguntas que forman parte de nuestra identidad. Ahora bien, cuando la autoridad se transforma en puro poder da respuestas antes de que las preguntas salgan a luz. Tal vez por miedo a no encontrar respuestas. Toda nueva pregunta siempre constituye un desafío y el poder no quiere ser desafiado sino solo obedecido. Así se siente más seguro. Claro que el costo de esta seguridad es alto, así como esa seguridad es falsa. El que ejerce poder pretende asegurarse a sí mismo a través de la persona que tiene a su cargo. La utiliza para sentirse más seguro. Sin embargo, además de ser una realidad que en sí es indigna e indignante, el poder no produce la seguridad prometida, sino que deja más solo a quien lo ejerce: el que somete a otro está solo, no tiene a nadie con quien compartir la vida. El poder no respeta ni se respeta, pues no reconoce ni se reconoce a sí mismo.
Enseñar a defenderse
El respeto por el otro y su libertad es la marca de la autoridad. Aunque hay que aclarar que no se trata de un respeto pasivo, que se aleja para no intervenir, sino de un respeto que se compromete, activamente, con la libertad del otro, un respeto que, podríamos decir, no permite al otro dejar de ser libre. En eso debe consistir la fuerza de su autoridad. En comprometerse con la construcción de la libertad del otro y de sí mismo.
Este compromiso de la autoridad con las personas que están a su cargo, consiste también en defenderlas de los poderes, de la violencia. Poder y violencia de los que aquellas personas pueden ser objeto o que ellas mismas pueden ejercer. En realidad, defenderlas significa enseñarles a defenderse. ¿Cómo?
En primer lugar, despertando la conciencia de que la victoria contra el poder nunca es definitiva. El poder toma diferentes formas durante toda la vida. Los padres, profesores, maestros, parejas, jefes pueden constituir un poder que violenta y del que hay que defenderse.
Enseñar, también, a preguntar, a cuestionar; fomentar el pensamiento crítico, incluso crítico de la misma autoridad. Es importante perder el miedo a la pregunta, a la incertidumbre, a exigir razones, respeto. Enseñar a indignarse ante una situación en la que se hiere la dignidad propia o ajena. Enseñar a relacionarse con la autoridad respetando y haciéndose respetar a través del compromiso y no del miedo. Acompañar en el proceso de formulación de preguntas, aunque no se sepan las respuestas, convivir con la incertidumbre, con la frustración y la fragilidad, asumiendo la complejidad de la realidad y no quedándose con respuestas fáciles, lugares comunes o clichés.
Me pregunto si una autoridad estará dispuesta a correr el riesgo de comprometerse con lo que significa ser verdaderamente autoridad. Tal vez la pregunta es más bien si nos atrevemos a ser libres, si no será más fácil y más cómodo relacionarnos a través del poder.
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[i]El análisis del poder y la autoridad que llevaré a cabo será en el ámbito privado, es decir, anterior al ámbito político. Para el análisis del poder político (público) hay bastante literatura. Recomiendo especialmente de Etienne Tassin, Un monde commun, pour une cosmo-politique des conflits, Seuil, 2003 (pronto será traducido al español).
[ii]El concepto de natalidad como condición humana es introducido por la pensadora política Hannah Arendt y me parece una de las ideas más innovadoras y lúcidas del pensamiento filosófico y político contemporáneo. La reflexión de Arendt sobre la natalidad se refiere más bien a la libertad humana, al carácter siempre nuevo de su acción y la imposibilidad de encasillarlo en una naturaleza particular. Para esta autora, la natalidad es, entre otras cosas, el fundamento de la educación. Aquí lo hemos extendido a la autoridad en general.
[iii]Aunque siempre seamos un poco extranjeros en este mundo, aunque el mundo que nos recibió no siempre se parezca a un hogar, de todos modos hemos aprendido, de una u otra manera, a movernos y a sobrevivir en él.
[iv]Arendt, Hannah, “¿Que es la autoridad?”, en Entre el pasado y el futuro, ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, 1993.
[v]El reconocimiento es una de las teorías éticas de las relaciones más interesantes. Pido disculpas por tratarlo tan a la ligera en este artículo, reduciéndolo a un párrafo no muy claro. Para este tema ver sobre todo Axel Honneth, La lucha por el reconocimiento (Crítica, Barcelona, 1997); También La autoridad de Richard Sennett (Alianza Editorial, 1982), especialmente la Parte II: “El reconocimiento” p. 119 en adelante.
[vi]Arendt, “¿Qué es la autoridad?”, Op. Cit.
[vii]Para este tema, se puede acudir al libro de Alice Miller, El drama del niño dotado. (Ed. Tusquets, 1998).
[viii]La ridiculización del subordinado es uno de los tipos de violencia más utilizados por parte del poder hoy, cuando la violencia física ha comenzado a ser penalizada. La vergüenza ha reemplazado a la fuerza física actualmente. Es más sutil y no deja huellas visibles, pero es tanto o aun más dañina que la física. Ver Richard Sennett, La Autoridad, op. cit. pp. 50–51, 177.