Siervo de Dios Esteban Gumucio Vives ss.cc.
LA HUMILDE QUEJA DE LOS POBRES
Hermano, estabas tan lejos que no alcanzaste a oír el trueno; no alcanzaste a ver el rayo.
Dormías cuando la tempestad vino sobre nosotros y destruyó nuestra vivienda.
Después, dijiste desde el interior de tu confortable morada: «no ha habido trueno, ni rayo, ni tempestad…»
Hermano, estabas tan repleto de éxito, tan ocupado en tu propia seguridad, que no cabía en tu corazón el recuerdo de los ausentes.
Tu fiesta terminaba en el muro posterior de tu mansión.
Más allá estábamos los pobres y Dios.
Tú celebrabas la privatización de las empresas; nosotros teníamos una asamblea para organizar un fondo común para cesantes.
Pienso, hermano, que estás equivocado, no por maldad, sino por lejanía.
La verdadera fiesta está donde Dios se llama caridad–solidaridad y se comparte el gozo de ser de su parentela.
También tú eres de la familia. Abre tus ojos, tus puertas y tus ventanas; y ven a la fiesta del padre.
Te pido que abras tus puertas y ventanas para cerciorarte del sol, porque hasta ahora tú has preferido leer El Mercurio para saber el pronóstico de los tiempos.
Abre tus ventanas y asómate. Escucha el clamor de tu pueblo: es mi trueno; abre tus ojos, mira, que es un rayo…
Si te quedas contigo mismo encerrado entre los tuyos, instalado en tus pantuflas, a puertas cerradas, a ventanas tapiadas; dejarás a Dios a la intemperie, al otro lado de tu vida.
«Donde está tu tesoro, está tu corazón». Si tu tesoro se llama propiedad, capital, seguridad, poder para tener más; tu corazón anda en mala compañía.
Se vuelve limitado como el terreno cercado de una propiedad.
Se vuelve materia, como la espesa consistencia de tu capital adorado.
Se vuelve encogido y temeroso, necesitado de más y más seguridad.
Se vuelve frío o injusto como el poder al servicio de la riqueza.
Ven, triste hermano, abre tus ojos.
Míralo a él desnudo en la cruz.
Míralo de brazos abiertos, ensanchando el mundo con un amor en que caben todos los hombres de buena voluntad.
Escucha el trueno.
Míralo en la luz de su resurrección, fulgurante como un rayo. Míralo glorioso a la manera humilde de Dios: viviendo, muriendo y resucitando entre sus pobres.