Nicolás Viel ss.cc.
De cierta forma, la vulnerabilidad humana es cimiento del poder político, porque el Estado moderno encuentra su razón de ser en la promesa de proteger a sus súbditos, especialmente a aquéllos que están en una situación más desfavorecida.
En el último tiempo el gobierno de turno convocó una cumbre de seguridad en la cual el Ministerio de Interior lanzó públicamente un nuevo plan de seguridad especial para la Araucanía. Luego de esto se ha discutido estos días una ley (ley Hinzpeter) que buscaba afianzar nuevas estrategias para reprimir la protesta social. Finalmente se le retiró a dicha ley el carácter de urgencia y fue considerada por algunos parlamentarios como una mala ley puesto que no veía que la protesta social es parte constitutiva de la vida democrática. Estos hechos se conectan con una antigua tendencia en nuestro país por ir otorgando más atribuciones a las policías, fragmentando gravemente la organización social. Expresión de esto son las múltiples intervenciones policiales que se realizan desde hace más de 10 años en las poblaciones más pobres del país, como La Legua.
Existe en Chile una obsesión por la seguridad y el orden. Esta tendencia cultural debe ser reflexionada con mayor profundidad por hay en ella un conflicto político y ético de primer orden.
Cuando el Estado es incapaz de proteger y de asegurar el orden público traiciona su razón interna. Por tanto es inaceptable que ante este descontrol el propio Estado busque recuperar el orden perdido a costa de la vida democrática. Más inaceptable aún cuando es el propio Estado el que contribuye en la construcción de los temores sociales.
En cada nuevo mediático plan de seguridad o intento de regular la protesta social, el Estado está intentando restaurar un monopolio perdido. Este proceso de recuperación se realiza en parte mediante la construcción de un relato de seguridad pública, y mediante la inspiración de nuevos miedos los cuales se consolidan en la creación de inseguridades alternativas, que son presentadas siempre con mayor dramatismo. Hoy día los estudiantes son la “amenaza” del momento. Hace algunos días el pueblo Mapuche y antes los vecinos de las poblaciones más pobres y marginales.
En nuestro país se ha ido construyendo una cultura (y una estética) de la seguridad pública. Esto llega a niveles obsesivos reduciendo lo político a una subasta pública de mayor dureza y eficiencia contra delincuentes, inmigrantes y cualquier tipo de persona extraña. En la batalla contra la inseguridad y el control social se decreta y se justifica -con una enorme simpleza- que hay lugares donde no existe el derecho y la ética.
Hay que frenar que la tarea política, los éxitos electorales y el actuar de los medios de comunicación se funden en la explotación de temores ciudadanos y en la estigmatización de nuevos extraños que socavan aparentemente nuestro orden social. Para Zigmunt Bauman “sembrar la semilla del miedo siempre ha producido cultivos abundantes en política”.
Todo esto porque las víctimas de la cultura de seguridad suelen ser los más vulnerables o bien suelen ser aquéllos grupos frente a los cuales el mismo Estado está en deuda. Los nuevos rostros de pobreza se convierten en “amenazas sociales” a las que se les aplica las nuevas medidas de seguridad. Toda estigmatización exagerada niega la humanidad anulando así toda posibilidad de encuentro y diálogo. Hecho lamentable para un país que pretende consolidar su democracia.
Pero hay más. Cuando nos miramos unos a otros con temor y generalizamos desconfianzas, es decir, cuando consideramos que todos los estudiantes son encapuchados que están dispuestos a destruirlo todo o que todo el pueblo Mapuche es violento, se anula la esfera ética. Así, la seguridad y la ética se tornan irreconciliables. La obsesión por la seguridad nos hace irresponsables e indiferentes con los principales problemas sociales del país y con las realidades más sufrientes y marginales. Hecho lamentable para un país que quiere crecer en humanidad.
En definitiva, los sectores más vulnerables, esos que no sólo deben activar el deber de protección del Estado sino el impulso ético de la ciudadanía en general, son convertidos en “problemas de seguridad”. Cuando generalizamos y estigmatizamos borramos rostros. Y con los rostros borrados no hay ética posible. La “cultura de la seguridad” inhabilita la humanidad y convierte a los débiles en amenaza. En Chile los nuevos rostros de pobreza son objetivados como medida de seguridad y sus vidas se comprenden como posibles amenazas o germen de violencia.
La obsesión por la seguridad está en una escala de aceleración constante. Hay que poner freno a todo esto e impedir que las incertidumbres sociales descansen sobre los “nuevos extraños”. Los impulsos segregacionistas tienen rienda suelta, y la nueva estética de seguridad adorna con cercos eléctricos nuestras ciudades, genera comunidades cerradas que son mundos apartes alejados de aquéllos considerados “inferiores o peligrosos”. Probablemente, quedaremos desprovistos hasta de los contactos más mínimos y el tejido social se continuará debilitando.
Esta gran escenografía de seguridad esconde nuestros miedos reales, esos que tienen que ver más con la amenaza de nuestra posición social y de nuestro cómodo estilo de vida que nos hace irresponsables frente a las mayorías vulnerables. Nuestros miedos más genuinos, disipados entre cascos verdes y leyes de seguridad interior, nos hablan de un país que vive su bienestar con enormes tazas de endeudamiento y de una sociedad que se organiza sobre un sistema que sigue generando pobreza.
Hay que poner freno a esta obsesión sin sentido. El fortalecimiento de este relato de seguridad y orden dejará finalmente nuestra democracia debilitada y nuestras calles vacías. Las del barrio alto por temor y las de nuestras poblaciones por represión.
Nicolás Viel ss.cc.