Por Guillermo Rosas Díaz ss.cc.
Me han pedido responder a una pregunta que me he hecho decenas de veces en los últimos años: ¿Por qué seguir siendo cura después de lo que hemos visto y vivido? ¿Qué razones hay para seguir perteneciendo a un grupo tan desprestigiado y poco creíble como es el clero, sobre todo los sacerdotes y obispos, de la Iglesia católica en Chile?
Varias veces, ante la pregunta ha prevalecido una cierta inercia vital, algo así como decir: “Si tú no estás en el lado de los abusadores, si por la edad que tienes ya miras más hacia los descuentos, ¿para qué te preocupas tanto? Échale pa’ delante no más, contribuye a crear condiciones para un clero distinto, apechuga frente al clima adverso que te toca enfrentar y no te tortures buscando respuestas más profundas”.
Otras veces, en cambio, como por ejemplo en algún retiro, algún momento de intenso diálogo con Jesús o con alguna víctima, o alguna lectura impactante sobre abusos de gente de Iglesia, he necesitado ir más a fondo, mirar a la cara a quienes (¡con justa razón!) apuntan con el dedo a todos los curas, enfrentar el tsunami de descalificación, de rabia y hasta de odio, a los que a menudo estamos expuesto quienes hemos querido, un día, seguir los pasos de Cristo en la vida religiosa y el sacerdocio.
Y entonces ha aparecido, como brotecito que al germinar rompe la cáscara dura de la tierra para abrirse al sol y al mundo, la memoria de un joven que, después de unos días de lucha consigo mismo y con un Jesús exigente, pero lleno de amor, finalmente respondió al llamado que ardía en su interior diciendo “sí, me la juego por este llamado”, y entró al postulantado SS.CC. Es imposible recordar cada detalle de esos días y de esa respuesta, ¡ha pasado tanta agua debajo del puente! Pero sí es posible, y meridianamente claro, recordar que esa decisión fue lúcida respecto a las dificultades que podrían aparecer en el camino, como de hecho sucedió y sigue sucediendo. Escuchaba decir a los formadores que entrar en esto era como firmar un cheque en blanco, sin saber cuándo iba a ser cobrado y, sobre todo, por qué cantidad. ¡Desde que soy ecónomo provincial sé mejor que nunca lo aterradora que es esta metáfora! Cada vez, entonces, que aparecía un cobro al cheque en blanco, me veía ante la disyuntiva de tener que renovar la intención… o reconocer que no tenía fondos suficientes.
La mayoría de las ocasiones en que tuve que recurrir a los fondos empeñados fue por situaciones y conflictos personales. Nunca me había tocado que el cobro del cheque en blanco tuviera que ver con algo tan vasto y aparentemente ajeno a mi propia vocación, como todo lo que hemos vivido desde que, hace ya unos quince años, salieron a la luz pública las primeras denuncias por abuso de clérigos. Recuerdo nítidamente haber leído las diez o más páginas del relato de seis hombres maduros, laicos en su mayoría, pero también algún cura, denunciando los abusos de Marcial Maciel cuando eran seminaristas. Me resultaba tan difícil de creer, tan ajeno a lo que yo había vivido como estudiante religioso, tan inconcebiblemente reñido con el evangelio y todo aquello en lo cual yo había puesto mi fuerza y mi esperanza, que me pregunté a fondo por el sentido de mi opción por Jesús y su evangelio. Pero lo más grave era lo que seguía: ver cómo reaccionaba ante esos hechos la jerarquía de la Iglesia, desde el propio Papa de la época hacia abajo. Creo que eso fue lo más duro, la cantidad más grande que salió de mi cuenta con mi cheque en blanco. Desde entonces se desencadenó una tormenta de la que no se ha librado ningún país y que en Chile nos halla enfrentados a una crisis eclesial mucho más compleja de lo que muchos reconocen.
De paso, todo eso me hizo tomar conciencia de que lo sucedido no era ajeno a mí. Que no era necesario ser un abusador de noticiero para saber que en la Iglesia hemos establecido un estilo de ejercer el ministerio, la autoridad que este nos confiere y el poder que nos otorga, que hemos adherido a un lenguaje y a un modo de reaccionar ante los medios de comunicación, poco empático con la cultura secularizada, deudor de eufemismos artificiosos, que están radicalmente alejados del sueño de Dios encarnado en su Hijo Jesucristo. Tomé dolorosa conciencia de las veces en las que yo también abusé de esa cuotita de poder que me da el ministerio, pasando a llevar a mis hermanos.
Sin embargo, más allá del dolor, del desencanto, del horror que tan a menudo me han causado los abusos, ha emergido nuevamente ese ideal que, como porfiado brotecito, rompe la cáscara de la tierra en busca del sol. Y ha brotado del corazón.
Yo quise (y quiero) ser cura porque Jesús me amó personalmente y me eligió no por mis méritos y capacidades, harto exiguas, sino por puro y gratuito amor; porque me invitó a colaborar con él en un proyecto extraordinario (sin prometer nunca que todo iba a ser fácil) porque él así lo quiso, apelando a mi fe, siempre débil y fluctuante, pero fe al fin.
Yo quise (y quiero) ser cura porque hallé en el evangelio de Jesús un camino cuyo valor no ha estado jamás condicionado por las circunstancias epocales, fueran estas culturales o eclesiales, y que siempre ha hallado eco en los corazones que le creen a un Dios que no es opio, sino luz.
Yo quise (y quiero) ser cura porque, a pesar de mi fragilidad y mi pecado, que me hace igual a todos los seres humanos, he experimentado un llamado, que viene de más allá de mi débil humanidad, a vivir una existencia que tenga y regale sentido, siguiendo a Jesús de Nazaret, en quien creo.
Yo quiero seguir siendo cura, a pesar del dolor lacerante que me produce saber que otros curas y hermanos como yo han despreciado la sagrada dignidad de sus hermanos, cometiendo actos que me indignarán y avergonzarán mientras viva, solo porque me asiste la certeza de que el Espíritu Santo no nos ha abandonado, sino que nos ha enfrentado a la abyección de la que somos capaces para que renunciemos a toda soberbia, arrogancia y elitismo, recordando que el sacerdocio nace tanto a la luz del Jesús que ofrece el pan y el vino para decir “hagan esto en memoria mía” como, sobre todo, del que lava los pies a sus discípulos diciéndoles que hagan ellos lo mismo.
Yo quiero seguir siendo cura porque creo que la Iglesia, humana, pecadora y terrenal, tiene una vocación divina, santa y celestial que, como el Reinado de Dios, está presente y actuante en innumerables semillas de fraternidad, de solidaridad, de justicia y de amor a la humanidad, como muchos hombres y mujeres, entre los cuales nuestro santo Damián, nos han mostrado con las sílabas de su propia vida.
Cada año, en la eucaristía final del retiro provincial, los hermanos de los Sagrados Corazones somos invitados a renovar nuestros votos; cada año también, en la misa crismal con el obispo en Semana santa, los presbíteros de la diócesis somos invitados a renovar las promesas sacerdotales. Motivado por esta reflexión, que quiere brotar del corazón más que de argumentos racionales, del amor a Jesús más que del voluntarismo, quisiera que estas renovaciones me ayuden este año, y conmigo a todos mis hermanos y hermanas religiosos y presbíteros, a servir al evangelio sin aspaviento alguno, desde una mirada empática y compasiva con una sociedad que, como en todas las épocas de la historia, pero tal vez con una intensidad particular en el hoy y aquí de Chile, necesita la frescura, la fuerza y la esperanza de la Buena Nueva de Jesús.Quiero seguir siendo cura por fidelidad y gratitud a quien me amó primero, naciendo en un establo y muriendo en una cruz.
«Fijos los ojos en Jesus». Dios te bendiga siempre…